Abstract
La encíclica Laudato si dada a conocer por el Papa Francisco en 2015 es la culminación de una larga serie de declaraciones de la Iglesia Católica sobre el problema de la contaminación ambiental y la preservación de las condiciones naturales de nuestro planeta. Se trata de un tema en apariencia ajeno a las finalidades espirituales de la Iglesia, pero que una vez iniciado su análisis exhibe contornos íntimamente relacionados con las dimensiones más profundas de la condición humana, incluídas las religiosas.
Ya el Papa Juan Pablo II había señalado que la desconsideración humana hacia la naturaleza tenía su origen en un previo alejamiento respecto a Dios; en efecto, al pretender la autonomía respecto al Creador y Legislador universal, la razón humana pasa a considerar a la naturaleza como un instrumento sujeto a sus proyectos, no como una realidad valiosa en sí misma sino en la medida en que pueda ser moldeada por la tecnología para finalidades previamente establecidas y por lo general con propósitos lucrativos.
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Sin desconocer los beneficios que la tecnología ha traído a la humanidad, los pontífices anteriores y el Papa Francisco destacan un hecho fundamental que ha sido presentado dramáticamente por el gran escritor cristiano C.S.Lewis en su obra “La extinción del hombre”. Decía allí este ilustre autor que el mito del hombre dominando a la naturaleza ocultaba la realidad de que algunos pocos hombres dominan a los demás hombres mediante la manipulación que ellos hacen de la naturaleza.
Aunque en la encíclica no hay referencias a la obra mencionada, es evidente que su espíritu sí está presente en todo su desarrollo, pues Francisco no deja de señalar cómo la tecnología volcada exclusivamente a la eficiencia económica apareja el drama de lo que denomina “cultura del descarte”. Ésta se caracteriza por una actitud nada más que utilitaria respecto a los bienes materiales y por el desdén hacia las personas humanas que quedan afuera del sistema social impuesto por la depredación de la naturaleza y de quienes, aun permaneciendo dentro, sólo se benefician en una pequeña escala mientras sus padecimientos se dan en medida mayor.
Desde tal visión integradora, los fenómenos de la contaminación ambiental y de la pobreza extrema aparecen íntimamente vinculados, y también generándose mutuamente en muchos casos. También se relaciona con esta realidad compleja el fenómeno del consumismo, con su absorción desmedida de recursos y su generación de residuos de todo tipo, aptos por su calidad y cantidad para contaminar continentes, mares y atmósfera.
Es cierto, admite el Papa, que la tecnología podría revertir gran parte de este proceso, pero su uso actual, según queda dicho, suele excluir las intenciones que no sean funcionales al beneficio económico del consumismo. También replica el Papa a quienes consideran que la pobreza podría quedar vencida por la difusión universal del modelo consumista, al recordarles que los recursos del planeta resultarían insuficientes para lograr tal quimera; sin necesidad de llegar a ese punto inalcanzable, la generación de residuos y contaminantes tornaría la vida imposible sobre la tierra.
En rigor, este cuadro no está muy alejado del mundo actual. Los fenómenos de amontonamiento de residuos peligrosos o no tanto cunden en todos los países con efectos deletéreos sobre la salud de sus poblaciones. Por lo general, tales focos irradian infección en la superficie y en el aire, pero inciden de manera especialmente perversa en las aguas subterráneas, arriesgando el suministro sano a sus consumidores.
Partiendo de estas premisas fundamentales, la encíclica Laudato si se extiende en seis capítulos que corresponden a las formalidades de la cuestión ambiental. Son ellos: “Lo que está pasando en nuestra casa común”, “El Evangelio de la Creación”, “Raíz humana de la crisis ecológica”, “Una ecología integral”, “Algunas líneas de orientación y acción”, y “Educación y espiritualidad ecológica”.
Reviste particular interés la reflexión introducida a comienzos del capítulo inicial donde se destaca sutilmente una de las dificultades que ofrece la naturaleza a los intentos de violentarla; el Papa ha creado un neologismo para describirla, y ese neologismo es “rapidación”. La rapidación es el intento de someter el ritmo lento de la evolución biológica a la velocidad actual de las acciones humanas.
Es sabido que a lo largo de su milenaria historia en la agricultura se han ido seleccionando y combinando las semillas más adecuadas para mejorar las cosechas. Estos procesos de hibridación conservan, a pesar de los cambios, las condiciones genéticas originales; no es el caso de algunos procedimientos de laboratorio que llevan al desuso y a veces a la pérdida del patrimonio genético original empobreciendo así la biodiversidad vegetal deseable para una alimentación sana.
El Papa destaca la contradicción en que incurren los responsables de tales acciones, que con su pragmatismo materialista destruyen recursos de valor económico. Por cierto, lo considera el aspecto menos significativo, pues lo más profundamente lamentable es que esas criaturas sacrificadas al interés crematístico tenían un valor en sí mismas, cumplían un rol en la Creación que posiblemente nosotros desconocíamos pero que, dice el Pontífice, era un modo de adoración al Creador.
Los grandes emprendimientos de obras públicas o aprovechamiento económico de ecosistemas territoriales (represas, cultivos intensivos, por ejemplo) son causas típicas de extinción de biodiversidad a causa de su llamado impacto ambiental. La tecnología responsable del mismo puede ser también, afortunadamente, un instrumento para evitar o por lo menos mitigar sustancialmente los efectos de tales impactos. Por eso el Papa Francisco exhorta a que los estudios de impacto ambiental se realicen asignándoles la mayor importancia en cada proyecto.
La misma consideración se extiende a los ecosistemas naturales, cuyo cuidado debe prevalecer sobre las expectativas de rédito inmediato. En este aspecto la primera imagen que acude a la mente es la destrucción de las grandes concentraciones boscosas agredidas para cultivo de sus territorios o aprovechamiento de sus maderas. Es particularmente lamentable cuando la causa del mal no es el interés especulativo sino la situación de indigencia de los habitantes de la región, que extinguen sus propios recursos por la acuciante necesidad de leña; es el caso emblemático de los pueblos del África subsahariana.
Asimismo, la explotación salvaje de las reservas ictícolas con procedimientos de pesca con magnitud industrial, más los demasiado frecuentes accidentes petroleros, vienen empobreciendo la calidad biológica de los mares en sus costas y profundidades.
Estos agravios a la naturaleza son especialmente sensibles para los humanos cuando tienen su escenario en las regiones urbanas. El mismo espíritu mercantilista privilegia las conductas contaminantes malogrando así lo que debería ser motor de bienestar humano. Los medios de transporte, liberadores del aislamiento y las distancias, se han vuelto devoradores de tiempo y generadores de contaminación, molestias y peligros.
La degradación del ambiente urbano acompaña la del ambiente natural, pues las dos reconocen un mismo autor. En décadas recientes era frecuente en los organismos internacionales proponer como remedio a estos males un control estricto de la natalidad, para reducir la demanda de bienes y la producción de contaminación. Pero esta restricción se proyectaba especialmente para los países subdesarrollados. Hoy el Papa repite con sus predecesores que no se trata de expulsar a los comensales sino de ampliar la mesa, pues la tierra puede alimentar a sus hijos. Y agrega Francisco que, en cambio, el consumismo desbordado de una minoría no puede ser sostenible ni ampliado; recuerda además que esa minoría de países desarrollados es la responsable primera de la crisis ambiental y que tiene, por consiguiente una deuda ecológica: la de asumir la carga mayor en la tarea de resolver la crisis.
Pero no se quiere renunciar al consumismo y los intereses de grupo no se conmueven ante el drama que vive la casa común. Es un cuadro que genera profundas insatisfacciones y críticas, y diagnósticos muy variados. Hay quienes continúan rindiendo culto al mito del progreso indefinido y por ello creen que la técnica resolverá todo, y hay otro extremo donde no se advierte solución y se acusa al hombre de ser una especie dañina enemiga del resto del universo.
La Iglesia, dice el Papa, comprende la complejidad del problema y afirma que su resolución requiere de muchos saberes diversos, entre otros de los saberes religiosos. Por eso recuerda que el relato bíblico de la Creación explica la dignidad especial del hombre. También destaca que la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales: la relación con Dios, la relación con el prójimo y la relación con la tierra. Estas relaciones se han roto y el resultado de esa ruptura es el pecado.
“Todo está relacionado” es una expresión de Francisco que hallamos reiterada a lo largo del documento; por eso vuelve a emplearla cuando evoca el mandato de dominar y cuidar la tierra dado por Dios a la primera pareja humana. Pero la comprensión de esa relación con la naturaleza queda alterada con el pecado y el hombre cae en la tentación de creerse dominador absoluto sin obligaciones de cuidado, y se siente en pugna con la naturaleza.
Aquí el Papa destaca cómo esa enemistad generó también un temor reverencial que llevó a que los pueblos antiguos adoraran las fuerzas de la naturaleza identificándolas con sus dioses. Así, se movían permanentemente entre seres naturales a los que se consideraba sagrados y a quienes había que halagar con sacrificios a veces escalofriantes. Fue la era de los mitos, a la que puso fin el cristianismo estableciendo la diferenciación entre lo sagrado y lo profano. Es lamentable, sin embargo, que los mitos retornen bajo formas de idolatrías publicitarias e ideologías políticas.
El espectáculo de la naturaleza, lejos de suscitar temor o ansia de poder, coloca al ser humano en la situación de reconocer que las demás criaturas participan de una creación divina en que ninguna resulta superflua. A esta comprensión la podemos llamar “virtud ecológica”, y su representante más ilustre es San Francisco de Asís.
La reconciliación con la naturaleza no se concibe sin el amor de caridad con el prójimo, por la preocupación, ternura y compasión que éste debe suscitarnos. De aquí se deriva un compromiso constante con los problemas de la sociedad. El Papa Francisco fija como condiciones para que tal compromiso resulte fecundo dos principios:
El primero de ellos es abandonar lo que llama Paradigma tecnocrático dominante, que en última instancia consiste en el sometimiento a la idea de que las ciencias físico-químicas resolverán por sí solas todos los problemas humanos.
El otro principio es construir la cultura ecológica, lo cual significa conjugar los valores y las adquisiciones de la tecnología con el desarrollo de las dimensiones superiores del alma humana, su creatividad para las cosas del espíritu.
La razón tecnocrática ha sofocado la comprensión de la realidad y uno de sus frutos amargos es el relativismo, cuya esencia es precisamente la subestimación de la dignidad que distingue a la condición humana.
Conviene aquí remitirse al texto mismo de la Laudato si, que manifiesta en su punto 139:
“Cuando se habla de medio ambiente, se indica particularmente una relación, la que existe entre la naturaleza y la sociedad que la habita. Esto nos impide entender la naturaleza como algo separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida. Estamos incluidos en ella, somos parte de ella y estamos interpenetrados. Las razones por las cuales un lugar se contamina exigen un análisis del funcionamiento de la sociedad, de su economía, de su comportamiento, de sus maneras de entender la realidad. Dada la magnitud de los cambios, ya no es posible encontrar una respuesta específica e independiente para cada parte del problema. Es fundamental buscar soluciones integrales que consideren las interacciones de los sistemas naturales entre sí y con los sistemas sociales. No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluídos y simultáneamente para cuidar la naturaleza”.
Y en el punto 143 ingresa en el crítico tema de la ecología cultural: “Junto con el patrimonio natural hay un patrimonio histórico, artístico y cultural igualmente amenazado. Es parte de la identidad común de un lugar y una base para construir una ciudad habitable. No se trata de destruir y de crear nuevas ciudades supuestamente más ecológicas, donde no siempre se hace más deseable vivir. Hace falta incorporar la historia, la cultura y la arquitectura de un lugar, manteniendo su identidad original. Por eso, la ecología también supone el cuidado de las riquezas culturales de la humanidad en su sentido más amplio. De manera más directa, reclama prestar atención a las culturas locales a la hora de analizar cuestiones relacionadas con el medio ambiente, poniendo en diálogo el lenguaje científico con el lenguaje popular. Es la cultura no sólo en el sentido de los monumentos del pasado sino especialmente en su sentido vivo, dinámico y participativo, que no puede excluirse a la hora de repensar la relación del ser humano con el ambiente”.
Bibliografía
- Juan Pablo II: Paz con Dios, paz con toda la creación (Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, 1° de enero de 1990).
- C.S.Lewis, The Abolition of Man, Collins, Londres, 1943.
- Catecismo de la Iglesia Católica, números 339, 340, 341, 342, 343, 2415, 2416, 2417, 2418.
